Viaje a La Orinoquía en Colombia, primera parte
Por muchos años soñé con visitar la Orinoquía de Colombia, pero no había podido llegar a ese remoto lugar, finalmente ese sueño se cumplió y estaré reconstruyendo este maravilloso viaje, paso a paso. A veces me preguntan cómo llegué a ser viajera de tiempo completo, tal vez lo llevo en la sangre, mis antepasados también viajaron con sus cámaras desde que se inventó la fotografía. Además, siempre me ha fascinado leer libros de viajes, ellos son una fuente de inspiración constante, especialmente los de los primeros exploradores que visitaron las Américas después de la conquista.

Uno de mis autores favoritos es Alexander Von Humboldt, quien con los detallados recuentos de sus viajes por Latinoamérica en 1800 y especialmente su libro “Narrativa Personal” donde relata su recorrido a través de las selvas vírgenes del río Orinoco. Los viajes de Darwin en el Beagle y su pasión por descubrir y describir la especies que encontraba en su camino y el naturalista Leo Miller, que, aunque no es tan conocido como los otros dos, escribió un hermoso libro a principios del siglo veinte, sobre las aves que observó durante los seis años que viajó por Suramérica.
Estos autores escribieron detalladas y bellísimas narraciones de las selvas, bosques y ríos y la abundante fauna y flora que encontraron y aunque ellos eran científicos, sus relatos son maravillosos poemas a la naturaleza. Ellos me invitaron a soñar y a recorrer esos mismos parajes y es así, como en cada una de mis visitas a Colombia, trato de sumergirme en esa naturaleza abundante y privilegiada.
Durante mis viajes siempre trato de observar detalladamente el paisaje que me rodea, de preguntar y aprender, tanto de mis guías, como de las personas que viven en los lugares que voy visitando. En estos recorridos nunca sé de antemano lo que voy a vivir, siempre hay retrasos en las rutas, cambios de planes e incluso el clima, que siempre es impredecible. Todo ello me obliga a ser flexible y a adaptarme a lo que se vaya presentando, pero además he descubierto, que cada vez, que pierdo algo, encuentro algo nuevo e insospechado.

Mi viaje hacia la región del Orinoco, lo inicié en Medellín, en un avión pequeño de la aerolínea estatal Satena. A las seis de la mañana, cuando la lluvia caía suavemente y las nubes estaban espesas y grises, caminé por la pista encharcada con mis cámaras entre un bolso de tela ya que la aerolínea no permite llevar morrales dentro de la cabina y me acomodé emocionada en mi silla, estaba lista para iniciar mi aventura.
Cuando encendieron los motores y tomó velocidad suspiré profundamente y me dispuse a disfrutar del vuelo. Un par de minutos más tarde y antes de tomar altura el piloto frenó y abortó el despegue. Confieso que me asusté, nunca me había tocado vivir una experiencia como esa. Todos los pasajeros nos preguntábamos qué habría pasado, cuando desde la cabina anunciaron que había un desperfecto en la aeronave, pero que esto era algo rutinario y no presentaba ningún problema. Pasado un buen rato, después de solucionar lo que fuera que había sucedido, volvimos a la pista y despegamos.
El vuelo tenía una escala corta en Bogotá, pero se alargó bastante porque el avión asignado para el vuelo colisionó con un ave y no podía volar y tuvimos que esperar por otro avión. Dos horas más tarde iniciamos el vuelo hacia Puerto Carreño, la capital del departamento de Vichada, localizada en la frontera entre Colombia y Venezuela, sobre el río Orinoco. Después de volar por una hora y media entre las nubes nos informaron que el aeropuerto estaba cerrado por tormentas y debíamos desviarnos hacia Puerto Inírida. Allí esperamos, hasta que pudimos salir en medio de la lluvia hacia nuestro destino final.

Desde el aire pude ver entre las nubes, la extensa sabana de los Llanos Orientales con su tierra todavía reseca, por la larga estación sin lluvias que apenas estaba terminado y los gigantescos ríos rodeados de playas doradas y densos bosques oscuros. Al llegar a Puerto Carreño, después de más de 12 horas de viaje, por infinidad de retrasos en las rutas, me fui a la cama en medio de una fuerte tempestad, esperando con ansiedad lo que encontraría en la mañana siguiente.

La vida que llevamos en la ciudades y pueblos nos mantiene aclimatados y protegidos. Siempre estamos bajo techo, nos transportamos en vehículos cerrados, autobuses, trenes y automóviles y rara vez salimos a caminar en medio de la lluvia. Pero en muchos lugares eso no es lo usual. Cuando salí de mi habitación chapoteando con el agua casi hasta la rodilla, comprendí que empezaba una nueva experiencia y que debía adaptarme a estar mojada por el próximo mes.
Cuando me acomodé en el asiento de la camioneta que me llevaría en la primera parte de mi recorrido, ya estaba completamente mojada a pesar del impermeable y las botas. Tomamos una carretera en tierra, que para ese momento se había transformado en un río de lodo rojo. La visibilidad era casi nula porque las ventanas se empañaron tanto por dentro, como por fuera y estuvo lloviendo torrencialmente por espacio de un par de horas.

Yo estaba ansiosa de poder ver por fin en qué lugar me encontraba, quería respirar el aire de la sabana y hacer real ese viaje tan anhelado. Cuando apareció una leve luminosidad en el horizonte entre los nubarrones espesos y oscuros pudimos detenernos a ver el maravilloso espectáculo del amanecer en la sabana con las primeras montañas de escudo Guyanés al fondo.
La llanura anegada, al verla de cerca, ya empezaba a reverdecer y las pequeñas plantas brotaban entre la arena. En unas semanas mas, la sabana se vería completamente verde.
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