Mi primer día en la Sierra Nevada de Santa Marta en Colombia
Mientras volaba de Medellín a Santa Marta observaba desde la ventana del avión las hermosas montañas de Los Andes. El día estaba inusualmente claro a pesar de la fuerte temporada de lluvias que venía azotando a Colombia durante todo el año de 2022. Así que pude seguir la ruta a pesar de las nubes que salpicaban el paisaje. Cruzamos la cordillera hasta llegar al río Magdalena donde su cauce se confundía con amplias zonas inundadas por las crecientes del río.
Cada año los ríos arrasan los cultivos y se producen grandes pérdidas materiales por las aguas desbordadas. Pero esto no siempre fue así, este amplio territorio estuvo habitado por los indígenas Zenúes, quienes por más de 2000 años crearon una cultura anfibia que les permitió controlar las aguas de los ríos, mediante un extenso sistema de canales. Aún quedan allí las cicatrices sobre la tierra, donde ellos excavaron zanjas profundas y construyeron terraplenes elevados. Este sistema les permitió construir sus viviendas, protegiendo sus cultivos de las crecientes y a la vez permitiéndoles irrigar sus tierras durante las temporadas secas.

Iba ensimismada en mis pensamientos, cuando vi una muralla de nubes blancas sobre la planicie. Me imaginé que debía ser la Sierra Nevada que atraía y atrapaba las nubes creando una enorme fortaleza a su alrededor.

Desde lejos, yo miraba sorprendida el tamaño y especialmente la silueta de aquellas nubes. Estaban congregadas en una forma definida, gigantesca, con paredes verticales que terminaban en una superficie plana y horizontal, su apariencia me remitía a los legendarios tepuyes localizados en la densa selva de la Amazonía. Pero esta forma blanca y etérea de delicadas nubes de algodón, dejaba los ver los hermosos picos cubiertos de nieve brillando sobre el infinito cielo azul. Debajo se ocultaban los páramos, los bosques y las selvas. Ese mundo encantado en el que yo pronto estaría inmersa.

El avión se sumió entre las nubes y ese velo blanco se abrió de repente al llegar a la brillante bahía azul de Santa Marta, donde comenzaría mi aventura. Después de salir del aeropuerto, mi conductor, Robinson, quien sabe exactamente a donde llevarme, se detuvo en el mercado tradicional donde compré los mariscos y el pescado fresco. Luego estacionamos en un puesto callejero a comprar mis frutas favoritas, papaya, zapotes, lulos, maracuyá, granadillas, mangos, pitayas y aguacates.


Finalmente tomamos el camino para a subir la montaña y el paisaje fue cambiando lentamente. En un principio encontramos las áridas y secas colinas cerca del mar cubiertas por arbustos espinosos y cactus. Después la vegetación se fue haciendo más tupida y verde al ir ascendiendo por la estrecha carretera que serpenteaba por la empinada ladera entre curvas forzadas.
Después de un buen trecho atravesamos a Minca, la única población que se encuentra en el camino hacia el cerro Kennedy el lugar más alto al que se puede acceder en automóvil. Cuando visité a Minca hace diez años, sólo tenía una diminuta iglesia, un puñado de casas y una tienda donde vendían empanadas.
Ahora, es un lugar vibrante, donde los hostales, restaurantes y toda clase de negocios se apiñan sobre las calles estrechas y verticales. Es difícil encontrar un lugar más heterogéneo, se escuchan infinidad de idiomas y los visitantes con sus grandes mochilas de viaje y sus atuendos variopintos, recorren las vías saturadas de música y motocicletas. El aroma de las especias y comidas de diferentes países invita a tomarse un descanso.


Continuamos ascendiendo entre árboles grandes y frondosos y los apretados bosques de guadua, una variedad local de bambú. Después vinieron los cafetales que crecen a la sombra de las plantas de plátano, aguacate, ciruelo y los altísimos árboles de yarumo. Podía escuchar la algarabía de los loros, el rugido de los monos aulladores y el sonido del agua que baja de la sierra formando caídas y cascadas entre las rocas oscuras. Estos pequeños arroyos cruzan por encima de la carretera y son tantos que ni siquiera tienen un nombre. Los árboles sostienen con sus raíces las paredes de la montaña y se cierran sobre el agua formando oscuros túneles, donde la luz del sol escasamente llega a la tierra. Las plantas y arbustos de hojas gigantescas se enredan entre sus riscos y la humedad permite que los hongos y los musgos crezcan entre los troncos caídos y las hojas secas.

El paisaje es impresionante. Las cadenas de colinas van quedando envueltas en la bruma del atardecer y la humedad del océano se condensa formando cortinas tenues y ligeras atravesadas por pequeñas nubes blancas, que suben empujadas por la brisa.


Es un mundo en movimiento, donde en una danza sin fin, llueve, sale el sol, aparece el arcoíris, los nubarrones oscuros y los rayos estremecen la montaña, se desata una tormenta y el agua corre sin control. Hasta que brilla nuevamente el sol y los arreboles rojos, naranjas y rosados tiñen el cielo, antes de perder la batalla contra las sombras.

El olor de la tierra húmeda, el canto de las aves, el sonido ensordecedor de las ranas y las cigarras y el rumor del agua que continuaba lloviendo desde las hojas de los árboles, me abrazaron y me dieron la bienvenida en mi primera noche en la Sierra.
Que maravilla de viaje! Gracias por tus fotografías y por la narración del viaje
Gracias por tus mensajes tan lindos!
Colombia tiene lugares maravillosos y gracias a tan interesantes reportajes podemos apreciar.
Saludos